La edad pasa irremediablemente para todos. Cuando echamos la vista atrás podemos ver nuestros éxitos y nuestros errores, los cuales han contribuido a hacernos tal y como somos, y a conocer a las personas que han marcado nuestras vidas en mayor o menor medida.
Yo soy de las personas que no se arrepiente de mi pasado, a pesar de que esta primavera llegué a la conclusión de que no me había llevado a un destino bonito ni deseado. Tengo algunos amigos a los que quiero y que probablemente no habría conocido si mi vida hubiese recorrido otras sendas. Hay mujeres a las que he amado, que no tendría el placer de recordar la suavidad de su piel y la calidez de sus labios si hubiese tomado otras decisiones. No me arrepiento de nada.
Sin embargo, yo, una persona de letras, descubrí que mi verdadera vocación y mi razón de ser era convertirme en médico. Amargo descubrimiento el mío, pensé, no tengo la menor posibilidad de llegar a serlo, debido a mis pocos recursos y a mi preparación totalmente ajena a dicha disciplina. Eso sin apuntar que mi edad, de 30 años, hace que aunque tuviese la preparación, la tarea pareciese inalcanzable.
Pero, ¿por qué no? ¿Quien es la persona que ha marcado la ley de que las personas no puedan convertirse en aquello que quieran ser?
Busqué, investigué, y me informé. La única posibilidad de entrar en medicina era a través de las pruebas de selectividad (las cuales tenía hechas en el grupo de letras), a través de una prueba de acceso de mayores de 25 años (solo para personas sin la selectividad hecha, lo cual me descartaba) ya través de un ciclo formativo de grado superior relacionado (mi titulación no estaba para nada relacionada). Así que me puse a ello, y conseguí matricularme, gracias a cierta carambola, en el ciclo de Técnico Superior de Laboratorio de Diagnóstico Clínico.
Y aquí estoy, empezando. Y allí está esperándome, mi destino.